9781840224030

The Last Man, capítulo VI (Mary Shelley)

  • 268

    El recuerdo de la felicidad

    El recuerdo de la felicidad
    Me he demorado hasta ahora en otra orilla, en la desolada lengua de arena que se adentra en el arroyo de la vida tras coquetear apenas con la sombra de la muerte. Hasta ahora he mecido mi corazón en el recuerdo de la felicidad pasada, del tiempo de la esperanza.
  • 268

    El castillo

    El castillo
    Regresé a Windsor apesadumbrado. Accedí a Little Park, como era mi costumbre, por la puerta de Frogmore, camino del castillo. Gran parte de esas tierras se dedicaban ahora al cultivo, y aquí y allá surgían campos de patatas y maizales. Los grajos graznaban con estridencia sobre los árboles cercanos.
  • 268

    El recuerdo

    El recuerdo
    Dejadme una vez más, una sola, imaginarme cómo era en 2094, en mi morada de Windsor. Dejadme cerrar los ojos e imaginar que las inmensas ramas de los robles todavía me cobijan en los alrededores del castillo. Que la mente recree el feliz escenario del 20 de junio tal como mi doliente corazón aún lo recuerda.
  • 269

    La celebración

    La celebración
    Era el cumpleaños de Alfred. Los jóvenes, sus compañeros de Eton y los hijos de los nobles de las inmediaciones, habían organizado un simulacro de feria al que habían invitado a toda la vecindad, y el parque se veía salpicado de tenderetes de colores vivos flanqueados por banderas estrambóticas que ondeaban al sol y aportaban su nota festiva a la escena.
  • 270

    La gota frágil

    La gota frágil
    La estreché entre mis brazos sintiendo, al hacerlo, que en ellos sostenía lo que para mí era el mundo entero, pero que a la vez resultaba tan frágil como la gota de agua que el sol del mediodía ha de beberse en la copa de un nenúfar.
  • 271

    Nuestro roble

    Nuestro roble
    Nuestro «roble autóctono», como lo llamaban sus partidarios, parecía haber encogido a causa del embate de algún frío invernal. Parecía haber menguado hasta la mitad de su tamaño y caminaba torpemente, como si las piernas no fueran capaces de soportar su peso.
  • 272

    La sombra de la muerte

    La sombra de la muerte
    ¿En qué reclusión pura podría guarecer mis amados tesoros hasta que la sombra de la muerte hubiera dejado atrás la tierra? Permanecimos todos en silencio, un silencio que se nutría de los relatos y los pronósticos lúgubres de nuestro invitado.
  • 276

    Los hábitos de las ciudades

    Los hábitos de las ciudades
    La limpieza, los hábitos ordenados y las construcciones de nuestras ciudades eran elementos que jugaban a favor nuestro. Por tratarse de una epidemia, su fuerza principal derivaba de las características perniciosas del aire, por lo que, en un país donde éste era naturalmente salubre, no se esperaba que causara grandes estragos.
  • 278

    Los sentimientos

    Los sentimientos
    Con él viajaban el entusiasmo, la decisión férrea, el ojo capaz de mirar a la muerte sin pestañear. Entre nosotros, en cambio, habitaban la tristeza, la angustia, la insoportable espera del mal.
  • 279

    La preocupación

    La preocupación
    En mí, ese sentimiento de tristeza universal adoptaba forma concreta cuando pensaba en mi esposa y mis hijos. La idea de que pudieran verse en peligro me llenaba de espanto. ¿Cómo podría salvarlos? Pergeñaba mil y un planes. Ellos no morirían.
  • 279

    La esperanza y los temores

    La esperanza y los temores
    No perdía de vista a sus hijos en ningún momento, y siempre y cuando los viera, saludables, a su alrededor, se mantenía conforme y esperanzada. A mí, en cambio, me invadía un intenso desasosiego, que me resultaba más intolerable por tener que ocultarlo. Mis temores respecto de Adrian no cesaban.
  • 279

    El refugio

    El refugio
    construiría una casa sobre tablones zarandeados por las olas, a la deriva en el océano desnudo y sin confines; me instalaría con ellos en la guarida de alguna bestia salvaje, donde unas crías de tigre –a las que sacrificaría– se hubieran criado sanas y salvas; buscaría un nido de águila en la montaña y viviríamos años suspendidos en el repecho inaccesible de algún acantilado marino.
  • 280

    Londres había cambiado

    Londres había cambiado
    Ya no circulaban carruajes y en las calles la hierba había crecido considerablemente. Al aspecto desolado de las casas, con la mayoría de las contraventanas cerradas, se sumaba la expresión asustada de la gente con la que me cruzaba, muy distinta del habitual gesto apresurado de los londinenses.
  • 280

    La ciudad

    La ciudad
    Las casas más nobles se veían cerradas a cal y canto. El tráfago habitual de la ciudad languidecía. Los pocos peatones con los que me crucé avanzaban con paso nervioso y observaban mi carruaje asombrados: era el primero que veían circular en dirección a Londres desde que la peste se había apoderado de sus locales selectos y sus calles comerciales.
  • 286

    La sangre grita

    La sangre grita
    La sangre de mis antepasados grita con fuerza en mis venas y me arrastra a ser el primero entre mis conciudadanos. O, si esta forma de hablar te ofende, lo diré de otro modo: que mi madre, reina orgullosa, me inculcó desde temprana edad un amor por la distinción...